La necesidad y la ilusión lo llevaron
a excavar un túnel, que se convirtió en su propia tumba.
Apuntalaba el hueco con
neumáticos de vehículos y accedía a él con una escalera de cuerda
Lo
que no se imaginaba este marroquí, anónimo, de treinta y ocho años, era que el
túnel que excavaba para salir de la miseria se iba a convertir en su propia
tumba. La necesidad y la ilusión -y seguro que también un poco de avaricia, como
humano que era- lo impulsaron a emprender la excavación de un túnel, al final
del cual esperaba encontrarse con una recompensa, un tesoro. Allí, bajo la
tierra, soñaba, estaba la salvación de su familia de Marruecos, el fin de la miseria. Lo único que el túnel le
proporcionó fue su muerte y su propia tumba. Durante más de un año, y con la
complicidad de un amigo, excavó como una hormiga, prácticamente a mano, diez
metros bajo tierra, para llegar a su propio final.
Allá
en Castilla, a donde al Rey se le olvidaba, una plaza fuerte existía,
a su hija Doña Urraca dio como
herencia. Hasta allí llegó también nuestro marroquí, a cuidar ovejas, a pastorear
rebaños, a muy pocos kilómetros de la ciudad “bien cercada”, desde donde se
trataba de impedir -en antiguo- el paso a las huestes de Almanzor. Valderrey se llama el paraje, donde se encuentra la
ermita del mismo nombre, con su Cristo,
al que los zamoranos visitan dos veces al año, en sendas romerías: la
festividad del Cristo de Valderrey
-el domingo siguiente al de Resurrección-
y en la de La Hiniesta, cuando la patrona
de la ciudad y de su Ayuntamiento,
la Virgen de la Concha, regresa de
visitar a su prima la virgen de La
Hiniesta, el primer lunes de Pascua
de Pentecostés.
Cierto
que la diminuta imagen de La Hiniesta fue hallada -cuenta la leyenda- entre las
matas -que le dieron su nombre a la virgen, igual que al pueblo donde es
venerada-, probablemente rescatada y escondida por algún devoto en evitación de
su destrucción por los invasores árabes. Quizá el emigrante marroquí oyó – o quizá
alguien se lo contó- que por la zona podría haber un tesoro oculto por la misma
razón que oculta estuvo la virgen. El hombre, ignorante e indocumentado, se lo
creyó y comenzó la búsqueda, animado por la recompensa con la que sacar y salvar
a su familia de la miseria.
Cuentan
las crónicas que estuvo más de un año cavando y excavando, llegando a hacer un
túnel de hasta diez metros de profundidad, al que accedía por una escalera
hecha de cuerdas. El orificio excavado apenas tenía una anchura, en algunos
tramos, de tan sólo sesenta centímetros, y, el pastor había utilizado neumáticos
de vehículos para apuntalar el hueco de la “mina”, en la que al final de la
misma encontraría su muerte “dulce”, dicen, por narcotización, por la falta de
oxígeno en el interior del agujero.
El
rescate del cuerpo del pastor marroquí de Zamora
resultó complicado, pero se resolvió en cuestión de horas -cuando él excavó
mucho menos en año y medio- con dos máquinas excavadoras, aunque el último
tramo se tuvo que realizar a mano. Cuando los operarios llegaron al final del
túnel no hallaron tesoro alguno, tan sólo encontraron el cuerpo sin vida del pastor,
que murió sin hacer realidad su ilusión de cambiar el destino de su familia, en
tierras marroquíes. Al menos, lo intentó. Descanse en paz el pastor, al que se
le recordará como el “buscatesoros” de Valderrrey.
Los
que seguro que concluirán su empresa con mejor final son los “cazatesoros”,
estos, sí, profesionales ellos, el uno alemán y el otro polaco. Andan en busca del tren perdido. Puede que no
encuentren nada. Pero, lo único que van a arriesgar es una pequeña fortuna, no
sus vidas. Si dan con el tesoro del legendario tren que los nazis cargaron en
la Segunda Guerra Mundial con más de
trescientas toneladas de oro y otras muchas lindezas, además del botín
alcanzarán la gloria. Las tierras polacas los esperan; al pastor marroquí, buscador
de la fortuna sólo su familia y el olvido.