Así y todo, pese a la polémica
social sobre la conveniencia
o no de parir a esa edad, la gallega quiere tener
una niña
Pero ahí está, alcanzando la fama desde su miseria. El niño del hambre de Yemen. Ni sonríe, ni llora, ni habla. No llama a su mamá, quizás porque no sepa o, acaso, porque no pueda, no porque no la tenga. Nadie nos lo aclara. La fotografía nos muestra su silenciosa desolación, como en su día la niña del nápal. Sus sentimientos nos los tenemos que imaginar. Lo que vemos, no. Seis años y cuatro kilos –en su mayor parte de osamenta-, tal cual el peso de un recién nacido en normal. Por duro que parezca, un niño cadavérico, con vida, con la esperanza de que los médicos puedan arrebatárselo aun al tridente que acecha. Otra víctima, como otras muchas, de las guerras de los señores.
La
particular desgracia del pequeño Salem
Abdalá -que “desde que nació hasta ahora siempre ha tenido hambre”, como
dice su madre- está acompañada por la tragedia de toda su familia. Dos hermanos
muertos por la falta de asistencia sanitaria y otros siete hermanos a los que
atender, donde el más pequeño no llega al año. Ninguno de los que podrían sabe
leer y escribir. El padre de esta prole, pescador, no puede salir a faenar,
porque corre grave peligro por los disparos cruzados de las guerras de los
reinos de taifas yemeníes y de Arabia
Saudí y de Irán. Hasta los terroristas
del Estado Islámico se aprovechan de
la situación para sacar “tajada” de los desamparados.
El
pueblo en el que habita la familia de Salem carece de luz y de agua corriente, sólo
se pueden surtir de unos pozos de agua salada. La mayor esperanza de la familia,
y de todas las familias del pueblo, es poder comer todos los días un trozo de
pan y engañar a sus cuerpos con un té, que ellos mismos se calientan con la leña
que encuentran.
Ahora
lo importante es luchar por salvar la vida del niño del hambre, que “no habla. Permanece
siempre callado”, como apunta el fotógrafo que tomó la instantánea. Ni llora. Permanece
siempre con la mirada perdida, como escudriñando el más allá, al porvenir
incierto, pero siempre hambriento. Ni tan siquiera soñar con un trozo de
pescado y un poco de arroz para tragar, como antes de las guerras.
Lo
que la tétrica imagen de Salam ha desvelado es el drama ocultado de los
yemeníes, de los que más del ochenta y dos por ciento necesitan urgente ayuda
humanitaria, porque se nos mueren, grandes y niños, de la hambruna, que se ha
extendido por el país como una peste aniquiladora; lenta, pero imparable. El
problema no es sólo Siria, Yémen también sufre.
Lo
más probable es que mañana, o dentro tan sólo de unos días, el impacto de la
imagen del niño cadavérico viviente, el niño del hambre yemení, se nos haya
olvidado. Como se nos olvidan los dramas diarios de miles de niños, muchos de
ellos cercanos, que sufren las injusticias: como el niño Jackson Grubb, de nueve años, estadounidense, que se suicidó ahorcándose
hace unos días porque no soportaba el acoso escolar que sufría; como la niña
italiana de diez años, Victtoria Martens,
a la que su propia madre ordenó violar y asesinar; como el del niño Juan Francisco, en España, que hoy se debate entre el cariño a sus padres de acogida,
los que lo han criado, y el de su madre natural, la que lo engendró; o como el
de la niña de La Ribera, también en
España, cuya madre y abuela la obligaron a prostituirse en Valencia; o como los dos niños cuyos cuerpos han sido hallados descuartizados, junto a los de sus padres, en Guadalajara.
En
medio de todas esas desgracias, alguna alegría nos toca: el próximo nacimiento
de una niña, Lina, de una mujer
española de sesenta y dos años y madre de otros dos niños, uno de ellos con
parálisis cerebral. Lina, que así se llama también la futura madre, optó por una
fecundación in vitro, como con el segundo de sus hijos. La vida de esta mujer no sido nada fácil. Así y todo, pese a la polémica social sobre la conveniencia o no de
parir a esa edad, la gallega quiere tener una niña. Bienvenida sea.
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