Los atentados yihadistas del viernes negro en Francia, Túnez y Kuwait me tienen
amedrentado. Y desde que el ministro del Interior
nos anunció que la alerta por terrorismo en España subía del 3 al 4, sobre cinco va uno por la calle poco menos
que acongojado, mirando para todas partes y personas. Es que no es broma, esa
elevación de un punto; estamos con el mismo nivel que se alcanzó cuando los
atentados del 11M. Pero, al igual que
entonces, sin saber qué hacer, excepto desconfiar de todo aquel que su cara no
nos suena, incluso ni eso, ya no nos fiamos ni del vecino.
El pasar del nivel 3 al 4 parece que significa que va a haber más agentes
de las Fuerzas de Seguridad del Estado
por calles y lugares especiales, donde pueda haber peligro de atentado, como
aeropuertos, estaciones, centros comerciales e instalaciones estratégicas, como
centrales nucleares, hidroeléctricas, y que los agentes del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) han de estar más avispados. Sin
embargo, no está claro cuál es el papel de la ciudadanía en una emergencia de
tamaño tal. Mañana, lunes, volveremos a la normalidad -aunque en menos cantidad,
porque muchos se habrán ido de vacaciones-, en el “Metro”, en el bus, en los trenes de cercanías, sin saber cuál será
nuestra obligación, además de desconfiar de todo y de todos, deseando llegar al
lugar de destino cuanto antes, sanos y salvos. Nadie nos ha dicho qué hacer en
una situación como ésta, así que el sentido común y la lógica nos guiarán en
caso de necesidad. Confiemos en que no haya motivo alguno aparente para ello.
No obstante, seguimos pendientes -y quién no- de todo lo relacionado con
estos atentados, cuya investigación posterior siempre puede aportar datos para
evitar otros males en otros lugares, y adoptar medidas preventivas, como han
hecho en Túnez. En menos de dos
meses Túnez ha sufrido dos “zarpazos”
yihadistas, que, además de provocar un elevado número de muertos, ha arruinado
el “mercado” turístico, del que dependen miles de familias; es, también, otra
manera de matar. Ante tamaño desastre, las autoridades tunecinas han optado por
cerrar cerca de un centenar de mezquitas salafistas, a las que considera
dispensadoras del “veneno” del odio del Estado
Islámico (EI). Apoyan esta medida
con el despliegue del ejército en los principales enclaves estratégicos y
turísticos del país.
Miren por dónde, se da la circunstancia de que en España, y más concretamente en Cataluña,
existen repartidas por toda la región, al menos 250 mezquitas de carácter salafista,
financiadas por los países del Golfo
Pérsico, y principalmente Qatar.
Es más, parece que la implantación de estas mezquitas va en aumento y de manera
descontrolada, es decir que ni la propia policía puede hacer un seguimiento de
las mismas, porque pueden estar instaladas tanto en una entreplanta como en un
garaje, en cualquier barrio de cualquier población. Lo que viene a suponer un
verdadero “polvorín” en ciernes. No nos hace falta que envíen a nadie desde Siria para luchar contra los “cruzados” -nosotros-, ya los tenemos
dentro, como en el caso de Francia,
donde el salafista Yasin Salhi, de 35 años, decapitó a su jefe y se hizo un “selfi”
con su cabeza para enviarlo a un teléfono de EEUU. Misión, salvaje, cumplida.
No está demás ahora recordar la grave polémica entre el ministro del Interior, Fernández Díaz, y el presidente de la fundación Nous Catalans, tras la detención en Cataluña, el pasado mes de abril, de
varios terroristas islámicos que tenían intención de atentar contra el Estado de España. El ministro acusaba a
Convergencia, el partido del delincuente
Mas, de haber admitido entre sus
miembros a musulmanes extremistas. El ministro vinculaba independentismo y
yihadismo, y decía que sabía más, pero que se lo callaba. Pues, como para andar
callando, que diga el ministro lo que sepa y que se deje de polemizar, y si
tiene que actuar que lo haga con la razón del Estado y la contundencia de la Ley.
Así, señor Rajoy, con contundencia, que
nuestra seguridad es lo primero.
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